Los escritores profesionales conocen las recetas, las técnicas, son los domadores de palabras. Recetas para provocar la atención, asombrar al lector, obligarlo a que no suelte el libro, etc. El problema, para mí, es que el recetador es a su vez recetado, o retaceado en su decir verdadero. Preocupado en la eficacia (siempre un pedido externo) perdió la conexión con su misterio personal, la desconfianza en la palabra -que es, en mi opinión, lo que habría que mantener intacto-, la perplejidad que de niño producía la distancia insalvable entre el bosque y la palabra bosque. No me fío de la palabra, desconfío, o sea, juego su juego sin creer que una técnica podrá dominarla. Porque justo en el punto del saber, o del hervor, la palabra se evapora.