Empezar un escrito sin una idea preconcebida de lo que va a suceder. Estar disponible para el encuentro, para el descubrimiento, no como un develar algo que previamente existía, sino un crear en el tiempo continuo de la experiencia.
Qué llevar: la disposición, la escucha, la posibilidad de sorprenderse. Una gramática, el lenguaje, experiencias de vida, de lecturas, de charlas que, todas, se transforman en palabras.
Qué no llevar al viaje: un manual de estilo, prohibiciones formales, temáticas o morales. Palabras prohibidas, el buen decir y escribir, lo que debe ser la literatura, la mirada de los otros, la esperanza de fama.
Qué llevar: la certeza del fracaso y de la muerte. La insistencia a pesar de todo. La confianza en la vida y la belleza. La inocencia experimentada. El compromiso riguroso con un decir propio contaminado de los otros. La antena alerta a lo que se esconde en la superficie de la intención.
Qué no llevar: certezas y respuestas, el estilo corsé, el saber mortuorio de la academia.
Qué llevar: la disposición a ser transformado por la experiencia de la escritura, que inventa un mundo que antes no existía, que le inventa un pasado a la orfandad.