Novela
Año de publicación
2017
ISBN
978-987-4062-57-4
“Delirio, visión diría yo ahora. Por lo tanto, más que orden narrativo, dispersión, más que lógica una organicidad propia del texto, irrupción constante, y también rupturas o ‘atonalidades’ que, aquí, en En el mismo río, no excluyen remansos, introspecciones, reflexiones y, el criterio fantástico de ese espacio imaginario, que mezcla arbitrariamente ciudad y campo, personajes de uno y otro sitio, circunstancias temporales también indefinidas y abruptas.”
Roberto Raschella
En el mismo río
El título. En el mismo lodo. Cambalache, la mezcla. Río, risa.
Palabra clave: la deriva.
Narración de un viaje sin sentido o sin un sentido, lleno de sentidos, por un territorio imaginario, literario, el desierto y la Pampa de la literatura, Nueva Escocia, Nueva Helvecia, sociedad controlada, inspeccionada, policial, horaria. El sinsentido, “que lindo suena lo que no tiene sentido”. Un personaje-narrador sin nombre o con varios nombres.
Recorrido circular. El encierro como un par de paréntesis que contienen el deslizamiento constante. De “Abandoné la tierra conocida y vine a la ruta” a “Abandoné las palabras conocidas”. Lo que frena al personaje le permite existir al narrador, al texto, “Los atardeceres en el patio (de la cárcel), la posibilidad de escribir sin interrupciones, la sopa”.
Su compañía durante casi todo el viaje: Laura, Lolita. Sus transformaciones.
Escritura poética: las metáforas “alguna vez habité una ciudad parecida, hasta que las paredes perdieron las ventanas y solo me asomaba a un libro”, las imágenes “Adelante, los sombreros subiendo y bajando como botones de un acordeón” (en esa ciudad de botones, sede de los Juegos panhelvéticos, donde “en la televisión pasan el partido de fútbol entre Deportivo Helvético y Nueva Helvecia”), el sonido “encallamos con ruido de lija en la calle que sube”. El delirio. El humor. El cuerpo. La sexualidad. Lo menor, los insectos, lo vegetal y lo animal. Mezcla realidad-fantasía. La ciudad y el campo, la cultura y la naturaleza. Lo religioso. La construcción del Arca y la nueva deriva.
Mezcla de lenguajes, culto y vulgar, nuestro y de traducciones, de “cajuela” a “pija”. Vocabularios especializados de navegación a vela, botánica, zoología, evidentemente rebuscados en enciclopedias, sin pretensión de verosimilitud. Lenguas inventadas, lenguas deshilachadas.
Mezcla de especies animales y vegetales, de geografías, de géneros (narración, diario, teatro, poema, canción). Contaminación, como tema y textual.
Martín Fierro, Felisberto Hernández, Ulrico Schmidl, Haroldo Conti, Nabokov, Horacio Quiroga, Arlt, Onetti, Lewis Caroll y por supuesto Melville.
Cero realismo. Mezcla realidad-fantasía. La realidad es textual, “los cigarrillos de un cartel amenazan de humo el cielo”, “el corredor de la cinta del gimnasio levanta los brazos como si hubiera llegado”. Todo el tiempo destruye los intentos de verosimilitud realista.
El texto se va leyendo a medida que se escribe, atención a la escritura constante, conciencia del lenguaje o de los lenguajes, “la valija pesa un quintal, que no sé qué significa”, “antes lo habría dicho de otra manera”.
La deriva, los desplazamientos: de un cuadro a otro como en las paredes de un museo. De Molina Campos a Monet.
Unidad escritura, personaje, historia.
El ritmo de las frases. La sucesión de frases directas y breves, como una situación insólita sucede a otra. El personaje entra a todas con naturalidad, nada es raro donde todo es raro, como el fraseo que mantiene su regularidad casi inmutable. Entran y salen otros personajes y él pasa por las situaciones con sus disfraces sucesivos: “Una palabra me lleva a la otra, a la deriva del sentido”, “Del rapto de Laura y otros acontecimientos que llegan sin aviso”, “Nada me sorprende… toda la humanidad estuvo antes en mí”, “De nada sirven pataleos en esta locura natural”, “Hay que tomar lo positivo de cada momento, ahora podré tener tiempo para pensar (está enterrado hasta el cuello). Durante los últimos días corrí como un enajenado, embarcado en una novela de aventuras inconexas”, “La lancha aumenta la velocidad y no hay tiempo para el realismo”, “No hay vuelta atrás, es la magia de la tinta”. Los otros lo toman por hijo, nieto, yerno, marido, proxeneta. Es sucesivamente Juan Pérez, Jorge Apellido, Juan Gris. Sin pasado ni recuerdos, solo avanza. La necesidad de hacerse un nombre. “Tengo que hacerme un nombre para ser respetado. Acá, si no tenés un nombre no sos nadie”, y a la vez la salvación de ser anónimo, cuando lo busca la policía “soy bastante común, no tengo señas particulares, no conocen ni mi nombre”. Él no es nada, no es nadie, es una página en blanco. Un deseo: convertirse en otro. La escritura es lo que te convierte en otro, te hace ser.
Mariano Fiszman.
Caminamos a favor del viento, por las orillas van pasando montes de árboles autóctonos, caldén, algarrobo, chañar. Laura quiere comer la chaucha verde claro del caldén, porque así lo hacen los pájaros. Subo a un árbol, al sur se ven las chimeneas de la papelera, más cerca la silueta de dos jinetes, al norte pasto, huesos y la llanura sin árboles. Oigo gritos saliendo de los picos de tres polluelos, Laura me pide que no los lance a tierra.
Hay que hablar de las gramíneas y arbustos, de las plantas menores. La historia está dominada por los grandes árboles, sus copas majestuosas oscureciendo la vida de los matorrales. La pampa de pajas finas y verdes, plumeros con penachos blancos doblados por el viento, señalando el horizonte del sol naciente y la piel que rodea el ombligo de Laura. De pronto el tajo de una cortadera en su piel, después de la caricia del plumero. Mis labios succionan su sangre. Los indios bebían sangre de animales pequeños no para absorber sus espíritus sino porque tenían sed, ya que el agua era escasa en esta tierra.
Nos escondemos de los jinetes debajo de una mata de flores amarillas. Las espinas se quiebran en mi cuerpo, no tengo límites pero sí densidad, las cosas no pueden invadirme. Le tapo la boca a Laura por si acaso. Mientras esperamos, un pequeño experimento. La nervadura de una hoja es un río verde y sus afluentes mueren en la cascada de los bordes. Acerco mis ojos, el río se evapora y de la hoja no queda más que el recuerdo. Así desaparecen las cosas, pegadas a mí las pierdo. Si me detengo un segundo o centímetro antes, descubro el latido de mis ojos en lo que veo.
Laura quiere probar un fruto colorado, mi conocimiento de botánica lo clasifica como inofensivo pero alucinógeno, le saco brillo con la manga de la campera. La belleza esconde el huevo de la maldad o la podredumbre. Como una mitad y la otra se la come ella. Noto que el sol le imprimió más pecas, cada vez le quedan menos huecos blancos.
Oímos el relincho de un caballo arriba de nuestras cabezas. No son los tíos gays, bajan dos hombres diferentes, uno es un indio, el otro parece Lévi-Strauss, con barba y anteojos de lentes redondos. Para un antropólogo como él, las relaciones matrimoniales entre dos ejemplares con tanta diferencia de edad, son comunes. Sin embargo le digo a Laura que haga silencio. De pronto se me revela la fauna del lugar. Una pequeña serpiente repta en la rama de los frutos rojos. Las lagartijas inmóviles como nosotros, ojos dorados, ocultos cada tanto por el peso de los párpados. Las hormigas encuentran nuestra piel. Somos parte del matorral, daremos materia, fluidos, hasta que nuestros cráneos sean los hogares de los ratones de campo, de algún ave solitaria que callará con comida los gritos de sus pichones. Pensar en esto me hace sentir menos solo, entro en comunión con lo natural, soy imperecedero porque la materia es eterna.
Al salir vemos los caballos sobre los pastos. Uno es blanco con grandes manchas marrones, el otro, pardo. Laura les acaricia las cabezas.
El indio y el blanco bajan de un algarrobo al grito de amigos, no temáis. Laura es palpada por el indio. Le asombra el fino vello rubio de sus brazos. Dice en perfecto castellano “sol perdido del este, leguas pasaron por tu lento hollar”. El blanco tiene de nombre Helmut Hansen, un etnógrafo alemán, descendiente de otros que buscaron en estas tierras su paraíso perdido. Los sorprendimos en la alta tarea de vigilar las apariencias. Desde arriba del árbol constataban la geografía de la tierra infértil, las tierras secas, los arbustos iguales hasta el horizonte. En este mundo sólo pueden ocultarse los vagabundos y los locos. Al parecer, los toldos se veían como animales sueltos, pastando.
Galopamos. Yo agarrado de la panza fofa del alemán, Laura mejor sujeta del lomo del indio. Noto que las patillas de los anteojos están hechas de huesitos tallados, los rulos rubios me hacen cosquillas. Atrás, el polvo que levantamos, por delante, esquivar los arbustos, el manca caballo, la jarilla.
Nos acercamos a una vaca que parece flotar. Después le vemos las finas patas de palo sosteniendo el cuero. Hay otras, desperdigadas en la tierra arenosa. La toldería rodea un gran toldo del que sale el que probablemente sea el jefe. Los hombres van desnudos, las mujeres llevan una tela de algodón que les cubre la vergüenza. Pienso que es porque los hombres poco podrían contener su deseo, en cambio ellas son rozadas por los largos penes bamboleantes y no se inmutan. Conté unos treinta hombres de pelea. No tienen plumas en la cabeza, para adornarse perforaron sus labios con cristales azules y los rostros lucen tres franjas amarillas en cada mejilla. Hansen nos presenta, a través del lenguaraz, como un jefe y su esposa. Laura es palpada por segunda vez. Trato de ser digno de mi título, levanto la cabeza y miro altanero. Son altos, las piernas musculosas, flacos de no tragar alimentos modernos. Varios acarician mi campera, el lenguaraz pregunta de qué piel está hecha. Ururú, ururú, repiten. Me entero de que es un pájaro azul oscuro, que anida en los algarrobos y alerta a los indios cuando todavía no es visible el polvo en el aire de una tribu enemiga. Entre dos hombres me sacan la campera y la atraviesan con un palo, de modo que se vuelve bandera flameando al viento. Me atan las manos a la espalda con una tira de cuero. Nadie me defiende cuando algo parecido a un rebenque me azota. Creo que Hansen ríe. Me rodean. Se organiza un baile que consiste en empujarme de un indio a otro mientras me gritan y escupen. Las mujeres son las más violentas.