Novela
Año de publicación
2020
ISBN
978-987-86-3809-6
“Cada novela de Ismael Cuasnicú cuenta un viaje. Esta nos lleva Por los reinos del mundo en compañía de un astronauta diminuto salido de una botella, espectros humanos y equinos de la guerra del Paraguay, un sapo, una amazona, insectos, hongos… En la mochila, un revoltijo de historia, biología, ciencia ficción, pintura, cómics, erotismo y mucha literatura. En el bolsillo del corazón, algunas estampitas protectoras: Gulliver, Lewis Carroll, Macedonio Fernández. “Al reino de las bacterias, ¿cómo se llega?, ¡achicándose!” Ismael Cuasnicú no se achica y entra a estos reinos alucinados sin recetas de escritura. Construye desde el desamparo una novela original, divertida y muy poética con la que libra su guerra contra la muerte. Vale la pena -o la risa- seguirlo.”
Mariano Fiszman
Estoy sentado frente a la mesa del bar más alejado del centro. Detrás de la ventana, el pasto destruye el empedrado, las torcazas ahuyentan a las palomas a picotazos, los árboles continúan sin poda y las casas hacen el postrer viaje hacia los ranchos.
De este lado de la ventana, un whisky con hielo, el libro que leo con intermitencias. Los parroquianos me ignoran. No sé qué hago acá, no creo estar en el final de algo, más bien parece como si recién hubiera nacido. Muchas señales me lo indican, sobre todo las ganas de llorar sin ninguna causa aparente, ni un golpe, ni la sombra de un golpe. No se debe juzgar a un bebé por la vida que no cometió. Pero mis manos: arrugas que no recuerdo. Quizá podría sumergirlas en lavandina, que queden alisadas, rendidas como bandera blanca asomando de una trinchera. Levanto una pero el mozo hace rato que no me atiende, colgado de un partido de fútbol en la televisión colgante. Las botellas descansan en los estantes polvorientos, como ataúdes en nichos de cementerio. Una se mueve, roja y opaca, y provoca un tembladeral en el polvo que la cubre. Despega. Gira y apunta su pico a mi boca que, fruncida, no puede llamar al mozo obnubilado con la pelota.
Antes de llegar a mí, la botella roja se detiene en el aire. Del pico sale, agarrado a una soga, un hombrecito. Le sigue otro, otro, otro. Cuando tocan el piso, ayudan a bajar a su compañero y luego se forman y avanzan marcialmente. Se acercan a punta de bayoneta. Creo que un pisotón de mi zapato podría acabar con ellos. Su fuerza es la cantidad, un río de hormigas carnívoras queriendo devorar a un hombre paralizado por el estupor. Pero yo conservo el movimiento, puedo levantar mi pie. Sin embargo, no lo hago aún.
En la vanguardia, apenas separado del resto, logro distinguir un hombrecito con un traje espacial. Casco, ropa blanca y holgada. Viene dando saltitos como si estuviera en la luna. Llegado a la base de mi mesa, lanza una soga a la cima y trepa hasta quedar servido ante mis ojos. Creo que me habla porque mueve los labios y gesticula. Acerco mi oreja. En el viaje por el espacio acribillado de partículas de polvo atravesadas por los últimos rayos solares, las ondas sonoras siguen dominadas por el partido de fútbol. Solo a milímetros del astronauta, y ya con mi cuerpo contorsionado en una pose antinatural, oigo una voz.
—Tiene que huir inmediatamente de acá.
No pregunto por qué, imagino mi pregunta como un trueno en el campo.
—Porque esto va a explotar.
Despego mi oreja de la mesa con el astronauta adentro. Los hombrecitos se subieron a mis zapatos y usan los cordones como asientos de colectivo. Esto me obliga a moverme lento. Dejo costo y propina y saludo al mozo ubicándome en el área de influencia de su vista televisada.
Corro en cámara lenta. La explosión se ajustará a esta lentitud, creo, ya que fue predicha por el astronauta. Olvidé el libro.
—No hay tiempo. ¡Huya!
A mi juego me llamaron. Pero cuál será la fuerza de la onda expansiva, dónde terminará. Por las dudas, cuando llegue el momento, taparé mis aberturas para que no estallen las venas de mi interior, haré cuerpo a tierra.
—Camine una cuadra, hasta la plaza, y acuéstese debajo de un banco.
Las casas tienen rejas y parquecito de entrada. El otoño empuja a su destino a los árboles caducos. Los perennes se unen y enfrentan al viento.
Los perros se despiertan. Estaban echados de cualquier manera bajo arbustos, en mitad de los caminos de lajas, bajo las mesas de plástico de las galerías. Cuzcos, perros del montón, vivos por gracia de la naturaleza, que mezcló colores y pelos a su antojo. Levantan las narices. Ignoro si el aire les lleva el olor de los soldaditos. Gruñe un galgo enano. En un cartel con la imagen de un hueso engañoso, la leyenda de comida en pastillas comienza a brillar. Los perros circundantes parecen quedar embobados.
—No se distraiga y apúrese —dice el astronauta.
Miro para atrás. El bar encendió su marquesina: “El Fogón”. También se encienden allá, y aquí en menor medida, las luces del alumbrado público. La explosión aún no ha tenido lugar. Adelante: el agua de una fuente que cae de un agujero negro hacia un ovalo de luz que reverbera. La cuadra está a punto de cumplirse y la onda expansiva, según el astronauta, no irá más allá. Pero tengo miedo. Cómo controlar algo que se desencadena. ¿Cuál banco de plaza?
—Cualquiera, el más cercano.
Dejo mi zapato quieto, ligeramente torcido como tobogán, y los soldaditos descienden y se ponen a resguardo bajo el banco de piedra. Me acuesto junto a ellos, sobre el polvo rojo, con la curiosidad mirando hacia el bar. Brilla “El Fogón” en la noche naciente, los faroles le alumbran un camino, las estrellas estarán existiendo detrás de las nubes. La expectativa me explota por dentro, lo que pasa ahora tiene los minutos contados. Pero el banco es un techo tranquilizador.
El astronauta baja de mi oreja. Con los soldaditos arman una estructura que consiste en una pantalla de polietileno sostenida por varas flexibles como de salto en garrocha. Me la colocan de anteojos. Una parte de la tropa, mientras tanto, ha estado ocupada matando bichos bolita. Los insectos, que despertaron de su letargo húmedo por mi culpa, comenzaron a moverse alocadamente y amenazaron destruir los pertrechos, las instalaciones en construcción, las propias vidas. Ante el peligro, como se sabe, estos bichos se encorvan y embolan. Pero como no sentían ninguno, los soldados aprovecharon para dispararles a quemarropa en las partes blandas. Cuando sintieron el disparo, agonizaron volviéndose bolitas, cobijándose en su muerte.
Mi propia respiración empaña los anteojos. El espectáculo de la explosión me está velado. Tampoco veo bien lo que hacen los hombrecitos, percibo un juego de sombras como el de las células muertas que bailan en los ojos al sol. Teatro de sombras chinas. La función comienza con varios soldados como larvas negras que bajan suavemente por el polietileno, a la manera de una lluvia densa. Cuando caen se escurren hacia la izquierda, hasta desaparecer de los anteojos. En la esquina superior derecha, asoma leve un semicírculo que quiere ser la luna. De la tierra comienzan a crecer árboles que en sus copas abren los brazos y dejan caer hojas sacudidas por un ventarrón. Al fondo, si es posible un fondo en un mundo grisáceo y sin perspectiva, una explosión con forma de hongo nuclear. Crece y decrece con el trepar y caer de los hombrecitos, cada vez más rápidos, cada vez más descontrolados. Después cenizas, partículas negras que no puedo imaginar detrás del polietileno.
2
No hay más luces en la plaza, el alumbrado público no existe, “El Fogón” hundió sus letras en el pozo de un recuerdo. Por un momento veo lo que pasó como un viaje a la ceguera. Los actores no vienen a recibir los aplausos. Ni rastros del astronauta. El terreno luce abandonado. Aquí y allá, chispas sueltas, sin cacharros, bolsas de dormir, tiendas de campaña. Nadie habla en mi oreja.
Cae una colilla encendida. Un zapato la aplasta con saña y raspa el piso. Después, la cabeza del dueño del zapato baja a mi altura.
—¿Qué hace acá escondido?
Como no sé qué responder, no respondo.
—No puede estar ahí, va a asustar a los chicos.
¿Será el guardián de la plaza? Las hamacas vacías por la noche o por la explosión nuclear. ¿Cómo podría asustar a chicos que no están?
Un cosquilleo en la oreja. No me rasco por miedo a aplastar al posible astronauta.
—Diga que se está protegiendo de la lluvia radioactiva.
—Me estoy protegiendo de la lluvia radioactiva —digo.
—No llueve ni anuncian lluvia, por favor salga.
—Diga que si sale morirá en el acto.
—Si salgo en el acto moriré —digo.
—Llamaré a la policía.
Seguramente su poder como guardián es insuficiente contra un tipo como yo o contra Harry Truman. Cuando cayó la bomba sobre Hiroshima, la ciudad se desintegró y quedó un cráter conocido como la “zona cero” o “El fogón”. A la bomba le decían el pequeño chico pero no jugaba en las hamacas, mató en cámara lenta a la niña de las mil grullas. Todas las cosas vivas, humanos y animales, se quemaron hasta la muerte. Y el avión voló en el cielo nublado y reflejó los brillos naranjas en su panza metálica.
—Usted es el único sobreviviente —dice el astronauta.
Aprovechando que el guardián se fue, empujo la piedra del banco. El mejor bunker jamás construido. Los cementerios, de noche, asustan a todos, de día, solo a los vivos. Afuera, el invierno nuclear. Nubes u hollín. De un año sin verano, de la mente sin sol, nacen los monstruos. Me palpo el cuerpo, ni un rasguño. Mi tumba es tosca. Hay otras, desperdigadas por el campo santo, sin pasto, tierra y cielo en polvo. Rezan “descanse en paz”. Pero afuera se desató la guerra y hasta a los muertos tocó.
—Bienvenido a la realidad. Estuve orbitando un año. La tierra se convirtió en una nube incandescente —dice el astronauta.
—¿Qué pasó?
—Estaban jugando y sin querer apretaron los botones equivocados.
—¿Los chinos y los yanquis?
—No, unos chicos en un cibercafé.
—¿Qué pasó con el bar?
—¿No lo vio? Fue un estallido de luz.
Estamos sentados en una lápida de mármol, de noble factura. Grabado en la piedra: “En memoria de Inés Rodríguez”. Ese nombre me resulta familiar. Me corro hacia el borde, cohibido por haber estado sentado sobre el lugar donde presumo su calavera. Inés Rodríguez, Inés. Resuena. Como si de tanto nombrarla se hubiera convertido en eco. Que existió lo atestigua la piedra.
—Fue su esposa —dice el astronauta.
Iba a preguntar qué le pasó, pero siendo un familiar tan directo quedaba mal esa ignorancia.
—Murió antes de la explosión, por suerte para ella no pudo ver en lo que se convirtió el mundo.
—¡Eso es puro cuento, nunca estuve casado!
De golpe, cual sortilegio roto, la piedra se quiebra. Los soldaditos salen de la quebradura como de una trinchera y me atacan a punta de bayoneta. Sus pinchazos son una sesión de acupuntura. Podría levantar mi mano y hacerlos puré. Pero me demoro. Otra vez la curiosidad, la sospecha de que en los otros puedo encontrar alguna respuesta.
Me atan las dos manos como a Gulliver. No me imagino de qué manera me clavaron al mármol, pero en la posición en que me encuentro no puedo investigarlo. Con una especie de catapulta lanzan algo gigante sobre mi pecho, lo que me obliga a recostarme sobre la lápida. El astronauta trepa por mi antebrazo.
Puedo ver las hamacas. El viento mueve las cadenas y les saca un chirriar que se conecta con mis nervios. Las cruces de las criptas entre las ramas, negras en contraste con el resplandor del cielo. El cielo. Ya no es más de noche o de día. O son los dos momentos superpuestos, como la plaza y el cementerio. Nubes quemadas por dentro. Los pájaros dan vueltas sin armonía, chocando las alas que se despluman.
Algo viscoso camina por mis piernas. El astronauta, instalado en mi oreja, se mantiene en silencio. La inminencia de lo que viene hace saltar a mi corazón hasta que simultáneamente salta un sapo en mi pecho. Montada en él, una mujer sostiene las riendas. Imagino que al no poder convertirlo en su príncipe, domó al sapo y ahora es una amazona, bella pero fría. Armada contra el amor. Casi desnuda. Usa taparrabo. Le pregunto a mi memoria si su cara se parece a la de Inés Rodríguez. No responde. En la frase “fue su esposa” persiste un agujero que no puedo llenar con ninguna imagen.
Me amenaza con una lanza cuya punta de pedernal, moteada de manchas rojas, brilla al toque de un rayo de luz que se filtra entre las nubes. También me apuntan sus tetas erectas que, aunque blandas, parecen decir: si me tocás te mato. Al viento de ceniza, su pelo rubio flamea como si quisiera desembarazarse de lo que lo ensucia.
—¿Qué mira? ¡Tenga respeto por su difunta esposa!
—Otra vez con lo mismo, nunca estuve casado.
—Eso no es motivo para mirarme las tetas con lascivia.
—Perdone, señorita, pero yo no tengo la culpa si usted va desnuda y yo tengo ojos.
Acerca la lanza. Me arrepiento enseguida de lo que dije. El pedernal o quizá el pis del sapo podrían dejarme ciego antes de que ella acceda a cubrir sus tetas.
—Arrepiéntase.
—Perdón, no quise insultarla. Es que en la posición en que me encuentro no pienso con claridad.
—¿Cuestiona nuestros métodos?
—No los entiendo.
—Lo atamos por su bien, para que escuche.
En su plural incluye a los soldaditos y al astronauta, sobre los que, por tamaño y voz, debe poseer dominio. Atado, mis palabras no son creíbles, en cambio, las que escuche podrían serlo, ya que parten de espíritus libres.
—Después de la guerra nuclear, se rompieron las leyes del espacio tiempo —dice la amazona—. Ahora conviven seres de todas las épocas y todas las imaginaciones. Usted, encerrado en la tumba con su esposa muerta, salió indemne.
No pude seguir con mi vida; la metí, a mi vida, en un sarcófago de lágrimas. Eso se dice de golpe en mi interior, como si alguien estuviera leyendo los papeles de un discurso que no escribí. ¡Pero nunca estuve casado! El discurso es apócrifo.
El sapo estira su lengua durante milisegundos y atrapa un mosquito que estaba a punto de picarme la mejilla. Me parece ver, más allá de mi zapato, un niño balanceándose en un pasamanos, un mono colgado de la rama de un árbol.
—No me está escuchando —dice la amazona.
—A decir verdad, no le creo. Si pudiera sacudirme, usted desaparecería.
—No pudo atarse con sus propias manos, ¿quién cree que lo ató?
Flamean las ramas del árbol que me da sombra. Aprovechando el viento, se mueve un bicho palo, mimetizado en la enramada. Es un bicho adulto, su color se volvió marrón, nada quedó del verde clorofílico con el que se hermanaba a las hojas y los tallos jóvenes. Creí que lo había descubierto in fraganti y me felicité por mi capacidad de observación, pero el bicho fantasma completa su aparición voluntariamente sobre mi pecho, al lado de la amazona.
—Mis respetos, princesa —dice el bicho.
—Incorpórese y déjese de formalidades, lo estaba esperando —dice la amazona.
—Por favor, pídale al sapo que no me coma.
—Nadie lo comerá, usted es nuestra única esperanza. Preséntese.
—Distinguido señor, a pesar de mi apariencia, semejante a una rama, tengo una identidad que después de la explosión se tornó valiosa. Fui reclutado porque en mí el sexo no es necesario para reproducirme. No preciso una compañera, me basta con clonarme, así lo hice durante milenios. El bicho palo con el que usted habla es el mismo que nació en los bosques del pleistoceno. En mí no hay evolución genética, ya que clono mis propios genes. Aún recuerdo el frío de la glaciación, las hojas que morían atrapadas en el tronco congelado. Los mamuts como montes de nieve, el riesgo de permanecer inmóvil.
—Vaya al punto —dice la amazona, el pelo caído sobre la frente en una pausa del viento.
—Arránqueme una pata.
—Si no me desatan no puedo —digo, ofendido por el pedido.
—Piense fuerte. Se han documentado casos de humanos que gracias a la radiación desarrollaron el poder de mover objetos —dice el bicho palo.
Trato de objetivar el pensamiento de su pata arrancada volando en la hojarasca.
—No puedo.
—Déjenme a mí —interviene la amazona.
Baja del sapo y blandiendo la lanza corta de cuajo una pata. Salpica savia o algo en mi pecho. El bicho agranda sus ojos.
—¡Tenía que tirar con sus manos y yo voluntariamente desprendería mi pata por la articulación! Mire lo que ha hecho, ahora no podrá volver a crecerme una nueva.
—Renacerá entero en su clon, no me fastidie con su pequeña vida. Diga las palabras.
—Me… me reclutaron para enseñar… ñar le a clonarse y así repoblar el mundo —dice el bicho, temblando desde las patas que le quedan hasta la cabeza.
—La clase número uno enseña que no hay que llorar por un miembro perdido —interrumpe la amazona.
—Es así señor, yo me dejé llevar por la sorpresa. Pero ya nada debería sorprenderme. Mi devenir está asegurado. Otros bichos palo acaso sintieron el corte pero siguen enteros.
—La clase número dos enseña a continuar sin pensar tanto.
—Perdone, princesa. Voy a hablarle de la felicidad, estimado señor. La felicidad de ser muchos. La felicidad de los hijos que no traicionan su linaje. Desconozco si usted ha tenido hijos, pero cuando aprenda a clonarse, verá que ninguno de sus clones lo defraudará. Mis vástagos pueblan los bosques más lejanos pero siguen en contacto, nunca desatienden mi llamado. Siento la mordida de la lagartija que ahora mismo está masticando a uno de mis hijos, pero no sufro el dolor, ni por él ni por su cuerpo, he aprendido a desprenderme, como lo hago con mis extremidades, cuando me atacan.
Una avanzada de los soldaditos camina por mi pierna como hormigas que llevan una rama al hormiguero. Le ofrecen la rama al bicho palo y este les agradece el bastón, ya que hacía mucho esfuerzo para mantenerse de pie sin una pata.
Escucho carraspear al astronauta, y luego:
—Lo van a capar. Su esperma está contaminado.
Creo escuchar mal y me parece ver al fantasma de mi mano abandonar la sujeción y hurgar mi oreja para destaparla.
—Por eso lo ataron. La princesa es muy diestra en el manejo de su lanza, como lo ha comprobado.
Intento aflojar las cuerdas concentrando mi fuerza en uno de mis brazos. Ceden un poco y me dan esperanza, pero solo demuestran la elasticidad que las hace inquebrantables. ¿Y si grito?
—…y así se verá libre del sexo, de esa maldición —continúa el bicho palo—. Un pequeño sufrimiento a cambio de años libres de gastar las manos en masturbarse o en buscar desesperadamente una compañera.
—Ya gritará —dice el astronauta.
Dando pasos cortitos, el sapo se acerca a mi bragueta, entrando en la sombra de un ángel de alas abiertas que mira desde una cripta. No le había prestado atención, pero la estatua del ángel parece sonreír, trepado en la arcada coronada por una cruz de bronce. De pronto, como llamado por mi interés, de la oscuridad surge un bulto con capucha, de unos cincuenta centímetros de alto, aunque luce encorvado y podría ser más grande de lo que aparenta. Por arma lleva una guadaña y pienso que si no es la muerte quizá sea el verdugo encargado de caparme. Trae lentitud o somnolencia. A la luz maltrecha, gris y dorada, gris y plateada, como al ritmo de un pulsar, su cara se presenta barbuda, pelirroja, infectada de pecas.
—¿Dónde está el campo a segar? —dice.
Imagino mi vello púbico como un campo y mi sexo un tallo de trigo con la espiga en lo alto. La guadaña es demasiado grande, fuera de escala. En el sapo, en la amazona, en el bicho palo, veo el asombro.
—No tenía que ser así —dice la princesa amazona.
—Por favor vuelva a la cripta, acá no hay ningún campo, los trigales que recuerda se quemaron —croa o dice el sapo.
—¡Me dijeron que afilara la guadaña! —grita el segador, golpeando con el mango la lápida— Abandoné mi amada Rusia por la promesa de fortuna. ¡No me iré!
—¡Sucio mujik! Si no se va ahora mismo llamaré a los cosacos —dice la princesa amazona.
—Se equivoca de época, señorita, la revolución me dio derechos, los sóviets me protegen, ¡no me iré!
Blande la guadaña y ahora estoy seguro de que es la muerte que sega vidas. Los soldaditos, en gran número, suben por las piernas del mujik como un enjambre de hormigas legionarias. Pero son insuficientes, a su paso no dejan huella de daño, imagino que gracias a la piel curtida por el sol, las chinches y las pulgas que infectaban los camastros de las isbá, como les llaman a las casas campesinas en Rusia. El único que se le podría oponer, por tamaño y fuerza, soy yo.
—De ninguna manera, pídame otra cosa, si lo desato se escapará —dice el astronauta.
Ante la posibilidad de la muerte o la pérdida de mi virilidad, debería ocurrir que la fuerza de mi voluntad se multiplicara en relación directa y proporcional a la seriedad del peligro. No ocurre así. Me siento impotente por adelantado. El mujik, por matar al sapo, casi descarga su guadaña en mi bragueta. ¡Ahora entiendo! Lo hacen enojar para que me cape involuntariamente, ya que a conciencia solo sabe segar campos y cuellos de terratenientes y comisarios. No podré tener hijos ni disfrutar las mieles del sexo. ¿Habré tenido alguno con Inés Rodríguez, en el caso de haber estado casado con ella? No es probable, ya que soy el único sobreviviente y no he visto tumbas pequeñas al lado de la tumba materna.