En una pintura al estilo impresionista, los colores de un objeto o una persona son los propios y los del entorno. Porque no hay un cuerpo con un color o una forma en sí, está hecho por la luz, que reúne y confunde y funde y disgrega todas las cosas que toca. Así también los cuerpos fuera de la pintura. Ninguno es en sí, están atravesados por los otros, contaminados, deseados, confundidos. Atravesados por la luz. ¿Cómo pintar un cuerpo? ¿Cómo hacer un cuerpo? No hay fronteras. No son las de la piel ni las del contorno dibujado con lápiz. Los colores, las sombras y las luces de lo otro, entran en el cuerpo, lo vuelven armónico. Tan abiertas las puertas como las de la lengua, que sólo existe contaminada, emigrada e inmigrada, donde los límites Reales caen continuamente. Donde la fortaleza es horadada por las palabras bárbaras.
Así una postura de vida, así una postura del cuerpo puesto en relación con el entorno. Ya no será un buscar la esencia, el color propio, la piedra inaugural que nos dio forma, porque no existe esa piedra inmutable, no existe un cuerpo contenido en una forma, estamos llenos de agujeros fértiles.
En el hombro claro de esa mujer hay un azul extraño, y un verde que no es suyo pero es suyo en ese momento de luz y de tiempo. Sólo ahí, sólo en el ahora indefinido del acontecer. El lugar de un encuentro no esperado, no medido, fundante. Ahí se funda y se funde el ser; ahí, como querían los impresionistas, se captura un instante de luz, y se pierde.