Novela
Año de publicación
2023
ISBN
978-987-48940-2-1
“Desde En el mismo río, la narrativa que Cuasnicú despliega luego en Por los reinos del mundo y revalida ahora en Verrugas borradoras hace gala de un trabajo infrecuente con el lenguaje, acaso el verdadero tema de su escritura, un lenguaje que burla los lugares comunes del decir y juega con todas sus resonancias, las fónicas, las sintácticas, las metafóricas. Los mundos que Ismael construye, los que funda, habría que decir, en sus narraciones, deslumbran por su defensa de la palabra poética, cuyo poder evocador, capaz de establecer asociaciones siempre sorprendentes, pertenece más a la lengua del poema que a la de la prosa, a la poesía, en suma, sea prosa o verso, ese linde de la palabra, en perfecta tensión entre el sujeto y las cosas.
Este es un tiempo de escrituras desabridas, más preocupadas por comentar una supuesta realidad -subjetiva u objetiva- preexistente, lo real como fenómeno disociado del lenguaje en virtud de su presunta elocuencia, como si la elocuencia fuese un don de la materia o de las emociones. La escritura de Ismael, por el contrario, va desde el lenguaje a lo real, para revelar su plasticidad. Pero de ningún modo Verrugas borradoras es una novela que pretende evadirse del acontecer caliente (en más de un sentido) en el que estamos sumergidos. Es una novela que ausculta el estado de la situación, acierta en su diagnóstico y da con el remedio, que no por imaginario resulta menos efectivo: en el lenguaje está el origen de la tristeza, de la decepción que pesa sobre el mundo, y también el destino de su salvación. De ahí el proyecto delirante de alterar, con un chip implantado compulsivamente, la lengua dominante. La no-lengua, más bien, ese sustituto de la palabra libre, acríticamente defendido como “libertad de expresión”, eufemismo que recuerda a los ministerios “del amor” “de la paz” “de la abundancia” que tan bien describiera Orwell en 1984.
El recorrido de Tomás por la ciudad en compañía de su amiga Anita, huidiza como todo objeto de deseo, traza el mapa de una Buenos Aires que conocemos, debajo de la cual parece vibrar otra, que presumimos, pero de la que no siempre podemos hablar, una ciudad habitada por hablantes de una lengua muerta; más que hablantes, propaladores de un discurso macizo y vacuo al mismo tiempo, capaz de sostener el complejo -y a veces intolerable- estado de cosas a fuerza de negar sus propias grietas, esos huecos donde podrían germinar, y no germinan, las dudas y las preguntas.
Sin embargo, ningún statu quo se mantiene por si mismo; es necesaria la intervención, consciente o no, de representantes específicos del poder, los agentes gubernamentales, en este caso, que verán en Anita, y en el don que le permite ver anacronías, una oportunidad para entregarse al oscuro goce de la explotación, y condenar, de paso, una singularidad, porque cualquier perturbación en la línea recta del pensamiento único, del que son guardianes, es una amenaza.
En este contexto, Tomás se propone como el caballero galante que aspira a salvar a su dama. Anita es acaso la sublimación del proyecto de revolución social que Tomás y su amigo Marcial pergeñan, que tiene a las verrugas borradoras como arma definitiva y al lenguaje clónico, inauténtico, como víctima principal. Los agentes con bombín, los Alfiles, los Peones, el chip que apaga el cerebro, el niño autista que sólo verdades incómodas puede decir, los árboles parlantes, el software César Vallejo, Anita, sus visiones y sus reticencias, Tomás y su persecución amorosa, son las piezas peculiares del ajedrez en que se convierte la Ciudad, donde se desencadenará el aquellarre final, cuya única salida posible es, otra vez, la mansedumbre del silencio, ese silencio que tal vez sea la aspiración de toda poesía.
La escritura de Cuasnicú, sin eludir ni el humor ni la reflexión, ha emprendido en Verrugas borradoras un nuevo viaje en busca del amor y la revolución (dos nombres para designar la utopía). Como en sus novelas anteriores, la resolución es melancólica, porque ésa es la postura que adopta el poeta cuando los afanes traen el cansancio que alienta el reposo. A él se entrega, a la luz de dos certezas, la de no haber alcanzado la meta de los desvelos y la de saber que, después de reestablecer el ánimo, y mientras los años lo permitan, volverá a partir.”
Ariel Pavon
Yo, a diferencia de Anita, no tengo ningún talento. Rebusqué en el barro
de mi ser, por así decir, y solo encontré algunos huesos sueltos que no
redundaron en ningún descubrimiento arqueo o paleonto lógico. Debí
conformarme, cuando lo supe, con mi deslucida forma, y raspar los huesos en
la noche para alumbrarme, aunque sea, con la luz mala. Pero, por otro lado, la
falta de talento me proporciona cierta placidez, la alegría de no deber ser
genial, la alegría de no ser perseguido.
A veces las palabras me llevan adonde quieren. Hacen el viaje de la
comparación, un camino hacia el destino incierto de lo comparado. Ejemplo
sobre lo dicho: yo, a diferencia de Anita, no tengo ningún talento, busco en mí
como en un pozo de barro y solo encuentro huesos con los que armo un techo
para resguardarme del aguacero. Las golondrinas vuelven en vuelo rasante al
eucalipto cercano. El viento se estremece entre los pastos. No hay nadie aquí.
Escucho a lo lejos el chapoteo de los patos de la laguna, quizá de alguna
garza. El sol muere enganchado en los arbustos. Me acurruco como un tatú
carreta. Con mis garras hago un pozo, aunque ahora tenga techo propio, por si
las moscas revolotearan como mariposas. De alas azuladas, se oscurecen
como el día en su único día. Anochece. El cielo se cubre de estrellas como
pecas blancas de mariposas que revolotean como moscas. Chupan grasa de
mi caparazón, donde el sol en su apogeo me cocinó de día y en el ocaso me
enfría como carne olvidada en la parrilla. Asado de tira puro hueso y
chinchulines secos. Con mi amiga la ceniza hacemos un pozo y nos metemos
dentro.
En este territorio de fantasía deambulo solo. Hay un sitio en el vagar por
las comparaciones, en esta transformación de la realidad en su parecido. Ese
sitio es de una soledad extrema, porque pasé tantas puertas irreales, me fui a
extramuros, creí verdaderas tantas comparaciones, que ya ahora no encuentro
el camino a la realidad de veras. Cada puerta que abrí y cerré rompió un
eslabón en la cadena de comparaciones, de modo que ahora no sé cuál de los
términos de lo comparado es el original. Podría probar desandando el camino,
abriendo las puertas que yacen cerradas en mi recuerdo, pero hay tantas cosas
similares en el mundo, tantas moscas de la bosta que podrían ser como abejas
de las flores, o como graciosas mariposas, tantos huesos propios que podrían
ser como un costillar abandonado en cualquier parrilla, o como un refugio para
corazones de épocas prehistóricas, que prefiero continuar con el último término
y confiar en que, si no lo comparo con nada, se vuelva real. Entonces, soy
huesos y cenizas y estoy dentro de un pozo. Allí, supongo, nos tiró una palita
de asador. Lo que falta, según la costumbre inveterada, es que alguien nos
tape con tierra y nos olvide hasta que un perro, de olfato más compasivo, nos
desentierre con sus patas garras de tatú carreta. Y que, siendo tatú, se
desencorve y corra por el campo y luego me devuelva a mi sitio de no tener
ningún talento, bajo la lluvia, en una vereda de Buenos Aires.